La ley que modifica el Código Civil de la Nación e incorpora el matrimonio de parejas conformadas por personas del mismo sexo, se aprobó con 33 votos a favor, 27 en contra y 3 abstenciones.
Intervención del senador Fuentes
Sr. Presidente (Pampuro). − Tiene la palabra el señor senador Fuentes. Sr. Fuentes. – Señor presidente: durante este debate, que en realidad no ha introducido, producto de él, cuestiones de una dinámica novedosa, sino que mantiene la reiteración de posiciones tomadas, reflexionaba acerca de esa situación, de cuál era la dificultad que envolvía el tratamiento de este tema. En ese sentido, creo que son dos las dificultades: una principal y otra como derivado lógico de la anterior. La primera es la particular naturaleza de la discriminación que hoy tratamos quienes apoyamos el proyecto sancionado por la Cámara de Diputados. Y la segunda es la diferencia entre el camino lógico formal de construcción de la norma legislativa y el camino material de elaboración de la norma jurídica en el seno de una realidad cultural, social y política concreta.
En el primer caso, en la diferenciación de la naturaleza, creo que esta discriminación es única. Toda discriminación, en la medida que es un disvalor que justifica, tiene una razón que es la apropiación económica de alguna ventaja. Si voy a colonizar y conquistar un continente, debo partir de negarle la calidad de ser humano o de alma inmortal a quienes dominé históricamente en algún momento. Si necesito mano de obra esclava, es evidente que voy a descalificar el color de aquel al cual voy a tomar y someter al yugo del trabajo forzado. Y así sucesivamente. Es decir, cada discriminación tiene un sustento material concreto que justifica apropiaciones de bienes, ventajas o lo que fuere. Hete aquí que esto trae como consecuencia que, a medida que los procesos históricos evolucionan y desaparecen las razones material y económica que justificaban a quienes ejercían esa discriminación para conseguir una ventaja, lentamente, la discriminación se va dejando de lado. Pero esta discriminación no tiene razón económica. Entonces, si uno analiza a qué le damos vuelta alrededor, a partir de algunas intervenciones, va surgiendo la idea. Se habla de deseos y de conductas privadas. Básicamente, se habla de sexo. Este es el tema que encierra esta cuestión central, que son los propios temores. Esta es una discriminación que se sostiene sobre la base de los propios temores y miedos que ancestralmente vienen arrastrados. En aras a la brevedad, trataré de no incurrir en un exceso de ese análisis. Esto trae como consecuencia necesaria la discusión de otro aspecto. Me refiero a los procesos de cambio que se van produciendo. Hacía memoria –mencioné algo de esto en una reunión de la Comisión– y recordaba que iba al colegio primario, en el que había una matrícula de 1.100 ó 1.200 alumnos, y en los recreos nos asomábamos a ver al único compañero que era hijo de un matrimonio separado. Era un monstruo. Pero pasaron los años, mi hijo ingresa al primer año del secundario –de esto harán doce o trece años–, en un colegio emblemático de la clase media de la capital de mi provincia, y al tercer día de clase, comenta que habían tenido oportunidad de juntarse en el gimnasio y habían observado quiénes vivían con sus progenitores naturales. Y de treinta y cuatro chicos, que eran la matrícula, solamente tres vivían con sus progenitores originales. Es decir que había familias ensambladas, madres solas, padres solos y madres con novios y padres con novias. La prosecución de la anécdota es que pocos días después, me plantea que iba a llegar tarde porque el padre de una compañerita le iba a hacer la fiesta al novio. Pero qué edad tiene tu compañerita, le pregunto, y me dice que tiene la misma que él. Entonces, le pregunto: ¿Cómo? ¿Hay tanta amplitud? Y me contesta mi hijo: “No; es al novio del papá que le hace la fiesta”. Es decir, aparece sobre la base de mis recuerdos y experiencias la posibilidad de ir cotejando la evolución que se produce en el seno de nuestra sociedad. Fui alumno de Alberto Molinario y recuerdo, cuando veíamos Derecho de Familia, que él –con el cual discrepábamos absolutamente en todo menos en el coraje que tenía para sostener a veces lo que era insostenible–, que se definía como preconciliar, aclarando que de Trento, planteaba que el matrimonio era la institución de policía de las relaciones sexuales.
Es decir, el matrimonio era la reglamentación del sexo, para evitar que todo el mundo anduviera de aquí para allá generando vástagos, poniendo en conflicto líneas sucesorias, titularidades de bienes, etcétera. Además, planteaba que, de conformidad a la legislación de Malinas, a la cual él adscribía –y aclaro que nunca fuimos a verificar si eso era verdad, por cuanto éramos bastante tímidos para el esfuerzo del estudio en esa época–, las relaciones sexuales únicamente eran lícitas en el marco del matrimonio pero que no toda relación en el matrimonio era lícita, porque debía tener un componente subjetivo, que era la intencionalidad de la procreación, pero agregaba que no siempre toda relación en el matrimonio con la intención de procrear era lícita sino que requería el período de fertilidad de la mujer para realizarla. Si tomamos ese planteo en ese momento sobre el cual nos educábamos y seguimos avanzando, cuando nos planteaban que el Código Civil como conjunción estatutaria de los plexos centrales de lo que conforman relaciones de poder concreta en una sociedad, a medida que el tiempo avanza se convierte en una especie de vaca sagrada: no da leche, no da cuero, no da carne. Es decir, todo proceso de transformación de la realidad como pugna de intereses y necesidad de reglamentación normativa se resuelve con la creación de nuevas ramas del Derecho que van limando, limitando, cosificando la legislación civil. De la misma manera, cuando se nos decía que no era una omisión sino una actitud deliberada del codificador Vélez Sarsfield no reglamentar la propiedad horizontal, por cuanto repugnaba moralmente que alguien viviera arriba de la cabeza de otro; y de la misma manera que el maestro Borda, quien en su voluminoso Tratado de Derecho Civil –luego fue ministro del Interior de la dictadura blanda de Onganía, la cual, en comparación a los procesos oscuros que vivimos después, analizamos lo blanda que en realidad resultó ser– planteaba que era una inmoralidad y una aberración obligar a la totalidad a inscribir el matrimonio en un Registro Civil, por cuanto el problema, básicamente, era de los no creyentes y, por lo tanto, debía crearse un registro de disidentes. Mientras los demás se casaban en el marco de sus credos y sus formas religiosas, aquellos que no tenían religión deberían recurrir a una especie de registro de apátridas religiosos. ¿Qué quiero significar con esto? En todo proceso de construcción jurídica de la norma, que supone la identificación de los sujetos históricos y que supone la identificación con honestidad del conflicto de intereses que la realidad marca, siempre hay dos posiciones: la primera es participar de esa dinámica dialéctica de transformación de la realidad a través del dictado de la norma que recepta la resolución del conflicto, y la segunda consiste en mantener la defensa acérrima del statu quo, del sistema de estabilidad que presupone el sistema de convivencia. A lo largo de las discusiones a las que hemos asistido sobre estos temas siempre la argumentación de descalificación de la cuestión es, primero, la inmoralidad de la medida tomada. Se sostiene que la medida es inmoral y atenta contra nuestras tradiciones, contra los sistemas de valores consolidados, etcétera, y fundamentalmente viene la amenaza del Diluvio, de la debacle y del caos. El matrimonio civil presuponía la desaparición de la familia; el divorcio, la disolución de la familia, y en este momento acompañar la sanción de la Cámara de Diputados presupone prácticamente los mismos enunciados: el fin de la procreación de la especie, la pérdida de conceptos de referenciaciones filiatorias, que no haya más pan con manteca. Se enuncian una serie de consecuencias cuya dramaticidad genera el lógico temor de quienes escuchan el debate. Quiero hacer un párrafo aparte. Recibí –como calculo que muchos de mis colegas– una nota del obispo de mi jurisdicción en la cual me envió la copia de un documento, pero fundamentalmente instándome a cumplir con los deberes que tengo como senador. Es en la humilde opinión de este senador, también quisiera, en función de la devolución de la gentileza, recordarle a mi pastor que la principal obligación del pastor –porque “Pastorear el rebaño” dice la nota– consiste en tranquilizar, en serenar, en disipar los temores que esa congregación puede tener; preparar desde una medida de concepción generosa de las diversidades y de los tiempos nuevos que vienen que todos puedan convivir en armonía, desactivar la conflictividad, serenar, aplacar.
Creo que nada de eso ha sido precisamente ponderado, merituado en una misiva
permítaseme leerla a efectos simplemente de cerrar esta intervención-, cuyo texto dice: No se trata de una simple lucha política; es la pretensión destructiva del plan de Dios. No se trata de un mero proyecto legislativo –éste es sólo el instrumento– sino de una movida del padre de la mentira que pretende confundir y engañar a los hijos de Dios. A los senadores: Clamen al Señor para que envíe su Espíritu a los senadores que han de dar su voto. Que no lo hagan movidos por el error o por situaciones de coyuntura sino según lo que la ley natural y la ley de Dios les señala. Esta guerra no es vuestra sino de Dios. Que ellos nos socorran, defiendan y acompañen en esta guerra de Dios. Carta del cardenal Jorge Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, a las monjas Carmelitas de la Arquidiócesis de Buenos Aires, 22 de junio de 2010. Estas son las cuestiones que en su momento fueron señaladas cuando a instancias de la presidenta de la Comisión se sugirió el camino de las audiencias, camino que nunca uno puede rechazar en la medida en que entiende que todo debate, que escuchar, es el presupuesto básico de la construcción de los acuerdos. Uno intuía que iban a suceder: realidades distintas, presiones, temores. La preferencia sexual de personas, diferente a la nuestra, no tiene que ser ni siquiera objeto de discusión. Esas elecciones, esas maneras de resolver el amor entre las personas no pueden ser objeto ni siquiera de referencia en ningún tipo de normativa ni de instrumento ni de trámite. Esto está señalando, a mi modo de entender, con toda claridad, cuál es el camino. Justamente hoy hacía un reconocimiento sincero al senador Artaza por la cuota de frescura, después de un debate prolongado y el consiguiente cansancio entre nosotros. Es esa apelación al amor como el elemento distintivo y configurativo de nuestra humanidad. Simplemente tengamos el coraje de despojarnos de las hipocresías que básicamente encierran nuestros propios temores sobre esa elección sexual y admitamos que en un mundo que evoluciona, si la cuestión de la preferencia sexual va a ser una decisión idénticamente valorativa, sea cual fuere, no va a haber de ninguna manera consecuencias de monstruosidades ni de patologías, como las que se han esgrimido en todo ese compendio de objeciones que se hacen desde el punto de vista de la construcción formal de la norma. Entendamos que tenemos la responsabilidad política de acompañar los procesos de transformación en una lucha inclaudicable por la igualdad y contra la discriminación, sea cual fuere el precio y las consecuencias que traigan.
Intervención del senador Fuentes
Sr. Presidente (Pampuro). − Tiene la palabra el señor senador Fuentes. Sr. Fuentes. – Señor presidente: durante este debate, que en realidad no ha introducido, producto de él, cuestiones de una dinámica novedosa, sino que mantiene la reiteración de posiciones tomadas, reflexionaba acerca de esa situación, de cuál era la dificultad que envolvía el tratamiento de este tema. En ese sentido, creo que son dos las dificultades: una principal y otra como derivado lógico de la anterior. La primera es la particular naturaleza de la discriminación que hoy tratamos quienes apoyamos el proyecto sancionado por la Cámara de Diputados. Y la segunda es la diferencia entre el camino lógico formal de construcción de la norma legislativa y el camino material de elaboración de la norma jurídica en el seno de una realidad cultural, social y política concreta.
En el primer caso, en la diferenciación de la naturaleza, creo que esta discriminación es única. Toda discriminación, en la medida que es un disvalor que justifica, tiene una razón que es la apropiación económica de alguna ventaja. Si voy a colonizar y conquistar un continente, debo partir de negarle la calidad de ser humano o de alma inmortal a quienes dominé históricamente en algún momento. Si necesito mano de obra esclava, es evidente que voy a descalificar el color de aquel al cual voy a tomar y someter al yugo del trabajo forzado. Y así sucesivamente. Es decir, cada discriminación tiene un sustento material concreto que justifica apropiaciones de bienes, ventajas o lo que fuere. Hete aquí que esto trae como consecuencia que, a medida que los procesos históricos evolucionan y desaparecen las razones material y económica que justificaban a quienes ejercían esa discriminación para conseguir una ventaja, lentamente, la discriminación se va dejando de lado. Pero esta discriminación no tiene razón económica. Entonces, si uno analiza a qué le damos vuelta alrededor, a partir de algunas intervenciones, va surgiendo la idea. Se habla de deseos y de conductas privadas. Básicamente, se habla de sexo. Este es el tema que encierra esta cuestión central, que son los propios temores. Esta es una discriminación que se sostiene sobre la base de los propios temores y miedos que ancestralmente vienen arrastrados. En aras a la brevedad, trataré de no incurrir en un exceso de ese análisis. Esto trae como consecuencia necesaria la discusión de otro aspecto. Me refiero a los procesos de cambio que se van produciendo. Hacía memoria –mencioné algo de esto en una reunión de la Comisión– y recordaba que iba al colegio primario, en el que había una matrícula de 1.100 ó 1.200 alumnos, y en los recreos nos asomábamos a ver al único compañero que era hijo de un matrimonio separado. Era un monstruo. Pero pasaron los años, mi hijo ingresa al primer año del secundario –de esto harán doce o trece años–, en un colegio emblemático de la clase media de la capital de mi provincia, y al tercer día de clase, comenta que habían tenido oportunidad de juntarse en el gimnasio y habían observado quiénes vivían con sus progenitores naturales. Y de treinta y cuatro chicos, que eran la matrícula, solamente tres vivían con sus progenitores originales. Es decir que había familias ensambladas, madres solas, padres solos y madres con novios y padres con novias. La prosecución de la anécdota es que pocos días después, me plantea que iba a llegar tarde porque el padre de una compañerita le iba a hacer la fiesta al novio. Pero qué edad tiene tu compañerita, le pregunto, y me dice que tiene la misma que él. Entonces, le pregunto: ¿Cómo? ¿Hay tanta amplitud? Y me contesta mi hijo: “No; es al novio del papá que le hace la fiesta”. Es decir, aparece sobre la base de mis recuerdos y experiencias la posibilidad de ir cotejando la evolución que se produce en el seno de nuestra sociedad. Fui alumno de Alberto Molinario y recuerdo, cuando veíamos Derecho de Familia, que él –con el cual discrepábamos absolutamente en todo menos en el coraje que tenía para sostener a veces lo que era insostenible–, que se definía como preconciliar, aclarando que de Trento, planteaba que el matrimonio era la institución de policía de las relaciones sexuales.
Es decir, el matrimonio era la reglamentación del sexo, para evitar que todo el mundo anduviera de aquí para allá generando vástagos, poniendo en conflicto líneas sucesorias, titularidades de bienes, etcétera. Además, planteaba que, de conformidad a la legislación de Malinas, a la cual él adscribía –y aclaro que nunca fuimos a verificar si eso era verdad, por cuanto éramos bastante tímidos para el esfuerzo del estudio en esa época–, las relaciones sexuales únicamente eran lícitas en el marco del matrimonio pero que no toda relación en el matrimonio era lícita, porque debía tener un componente subjetivo, que era la intencionalidad de la procreación, pero agregaba que no siempre toda relación en el matrimonio con la intención de procrear era lícita sino que requería el período de fertilidad de la mujer para realizarla. Si tomamos ese planteo en ese momento sobre el cual nos educábamos y seguimos avanzando, cuando nos planteaban que el Código Civil como conjunción estatutaria de los plexos centrales de lo que conforman relaciones de poder concreta en una sociedad, a medida que el tiempo avanza se convierte en una especie de vaca sagrada: no da leche, no da cuero, no da carne. Es decir, todo proceso de transformación de la realidad como pugna de intereses y necesidad de reglamentación normativa se resuelve con la creación de nuevas ramas del Derecho que van limando, limitando, cosificando la legislación civil. De la misma manera, cuando se nos decía que no era una omisión sino una actitud deliberada del codificador Vélez Sarsfield no reglamentar la propiedad horizontal, por cuanto repugnaba moralmente que alguien viviera arriba de la cabeza de otro; y de la misma manera que el maestro Borda, quien en su voluminoso Tratado de Derecho Civil –luego fue ministro del Interior de la dictadura blanda de Onganía, la cual, en comparación a los procesos oscuros que vivimos después, analizamos lo blanda que en realidad resultó ser– planteaba que era una inmoralidad y una aberración obligar a la totalidad a inscribir el matrimonio en un Registro Civil, por cuanto el problema, básicamente, era de los no creyentes y, por lo tanto, debía crearse un registro de disidentes. Mientras los demás se casaban en el marco de sus credos y sus formas religiosas, aquellos que no tenían religión deberían recurrir a una especie de registro de apátridas religiosos. ¿Qué quiero significar con esto? En todo proceso de construcción jurídica de la norma, que supone la identificación de los sujetos históricos y que supone la identificación con honestidad del conflicto de intereses que la realidad marca, siempre hay dos posiciones: la primera es participar de esa dinámica dialéctica de transformación de la realidad a través del dictado de la norma que recepta la resolución del conflicto, y la segunda consiste en mantener la defensa acérrima del statu quo, del sistema de estabilidad que presupone el sistema de convivencia. A lo largo de las discusiones a las que hemos asistido sobre estos temas siempre la argumentación de descalificación de la cuestión es, primero, la inmoralidad de la medida tomada. Se sostiene que la medida es inmoral y atenta contra nuestras tradiciones, contra los sistemas de valores consolidados, etcétera, y fundamentalmente viene la amenaza del Diluvio, de la debacle y del caos. El matrimonio civil presuponía la desaparición de la familia; el divorcio, la disolución de la familia, y en este momento acompañar la sanción de la Cámara de Diputados presupone prácticamente los mismos enunciados: el fin de la procreación de la especie, la pérdida de conceptos de referenciaciones filiatorias, que no haya más pan con manteca. Se enuncian una serie de consecuencias cuya dramaticidad genera el lógico temor de quienes escuchan el debate. Quiero hacer un párrafo aparte. Recibí –como calculo que muchos de mis colegas– una nota del obispo de mi jurisdicción en la cual me envió la copia de un documento, pero fundamentalmente instándome a cumplir con los deberes que tengo como senador. Es en la humilde opinión de este senador, también quisiera, en función de la devolución de la gentileza, recordarle a mi pastor que la principal obligación del pastor –porque “Pastorear el rebaño” dice la nota– consiste en tranquilizar, en serenar, en disipar los temores que esa congregación puede tener; preparar desde una medida de concepción generosa de las diversidades y de los tiempos nuevos que vienen que todos puedan convivir en armonía, desactivar la conflictividad, serenar, aplacar.
Creo que nada de eso ha sido precisamente ponderado, merituado en una misiva
permítaseme leerla a efectos simplemente de cerrar esta intervención-, cuyo texto dice: No se trata de una simple lucha política; es la pretensión destructiva del plan de Dios. No se trata de un mero proyecto legislativo –éste es sólo el instrumento– sino de una movida del padre de la mentira que pretende confundir y engañar a los hijos de Dios. A los senadores: Clamen al Señor para que envíe su Espíritu a los senadores que han de dar su voto. Que no lo hagan movidos por el error o por situaciones de coyuntura sino según lo que la ley natural y la ley de Dios les señala. Esta guerra no es vuestra sino de Dios. Que ellos nos socorran, defiendan y acompañen en esta guerra de Dios. Carta del cardenal Jorge Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, a las monjas Carmelitas de la Arquidiócesis de Buenos Aires, 22 de junio de 2010. Estas son las cuestiones que en su momento fueron señaladas cuando a instancias de la presidenta de la Comisión se sugirió el camino de las audiencias, camino que nunca uno puede rechazar en la medida en que entiende que todo debate, que escuchar, es el presupuesto básico de la construcción de los acuerdos. Uno intuía que iban a suceder: realidades distintas, presiones, temores. La preferencia sexual de personas, diferente a la nuestra, no tiene que ser ni siquiera objeto de discusión. Esas elecciones, esas maneras de resolver el amor entre las personas no pueden ser objeto ni siquiera de referencia en ningún tipo de normativa ni de instrumento ni de trámite. Esto está señalando, a mi modo de entender, con toda claridad, cuál es el camino. Justamente hoy hacía un reconocimiento sincero al senador Artaza por la cuota de frescura, después de un debate prolongado y el consiguiente cansancio entre nosotros. Es esa apelación al amor como el elemento distintivo y configurativo de nuestra humanidad. Simplemente tengamos el coraje de despojarnos de las hipocresías que básicamente encierran nuestros propios temores sobre esa elección sexual y admitamos que en un mundo que evoluciona, si la cuestión de la preferencia sexual va a ser una decisión idénticamente valorativa, sea cual fuere, no va a haber de ninguna manera consecuencias de monstruosidades ni de patologías, como las que se han esgrimido en todo ese compendio de objeciones que se hacen desde el punto de vista de la construcción formal de la norma. Entendamos que tenemos la responsabilidad política de acompañar los procesos de transformación en una lucha inclaudicable por la igualdad y contra la discriminación, sea cual fuere el precio y las consecuencias que traigan.
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